Señora Presidenta,
Excelencias,
Señoras y Señores:
Cuando en 1997 me dirigí a ustedes por primera
vez desde este podio, me parecía que la humanidad tenía ante sí tres grandes
desafíos.
El primero era asegurar que la globalización
beneficiara a la raza humana en su conjunto y no sólo a sus miembros más
afortunados.
El segundo, acabar con el desorden mundial
posterior a la guerra fría, sustituyéndolo por un verdadero nuevo orden
mundial de paz y libertad, como se prevé en nuestra Carta.
Y el tercero, proteger los derechos y la dignidad
de las personas, particularmente de las mujeres, que en tantas ocasiones se
veían pisoteadas.
Al ser el segundo Secretario General procedente
de África, pensé que estos tres desafíos —el desafío de la seguridad; el
desafío del desarrollo; y el desafío de los derechos humanos y el imperio de
la ley— me afectaban directamente.
África se encontraba en grave peligro de quedar
excluida de los beneficios de la globalización, incluso de quedar abandonada
al margen de la economía mundial.
África también era el escenario de algunos de los
conflictos más brutales y prolongados.
Y muchos de los pueblos de África pensaban que
habían sido inmerecidamente condenados a ser explotados y oprimidos,
generación tras generación, dado que el dominio colonial había sido sustituido
por un orden económico injusto a nivel mundial y en algunos casos por
dirigentes corruptos y señores de la guerra a nivel local.
En la década transcurrida desde entonces, muchas
personas han estado luchando para afrontar estos desafíos mundiales. Se ha
logrado mucho, pero también los acontecimientos nos han planteado nuevos
desafíos o, más bien, han dado a los viejos nueva forma, o un cariz más
intenso.
En el ámbito económico, tanto la
globalización como el crecimiento han seguido a ritmo acelerado.
Algunos países en desarrollo, sobre todo en Asia,
han desempeñado un importante papel en este crecimiento. Muchos millones de
sus habitantes se han visto liberados con ello de la prisión de la pobreza
perpetua.
Entre tanto, a nivel de la política de
desarrollo, el debate ha progresado, dejando atrás modelos que rivalizaban
para centrarse en metas convenidas. Además, el mundo reconoce ahora que el
VIH/SIDA es un problema importante para el desarrollo, y ha comenzado a
hacerle frente. Estoy orgulloso del papel que las Naciones Unidas han
desempeñado en esta labor. El desarrollo, y los objetivos de desarrollo del
Milenio, ocupan ahora un lugar preponderante en todo nuestro trabajo.
Pero no nos engañemos. El milagro asiático
todavía no se ha reproducido en otras partes del mundo; e incluso en los
países asiáticos más dinámicos, sus beneficios distan de ser compartidos por
todos equitativamente.
Asimismo, es poco probable que los objetivos de
desarrollo del Milenio se consigan en todos los países en 2015.
Es cierto que en muchos países en desarrollo hay
ahora una mejor idea de lo que es la buena gobernanza y de su importancia.
Pero muchos aún están lejos de llevarla a la práctica.
Es cierto que ha habido progresos en el alivio de
la deuda, así como promesas alentadoras en lo que respecta a la ayuda y la
inversión. Pero la “alianza mundial para el desarrollo” sigue siendo una frase
más que un hecho, especialmente en el tan importante ámbito del comercio.
Amigos, la globalización no es corriente
por la que navegan todos los barcos. Incluso entre los que, según las
estadísticas, sí se están beneficiando, hay muchos que se sienten
tremendamente inseguros, además de acusar profundamente la aparente
autocomplacencia de los más afortunados que ellos.
Así pues, la globalización, que en teoría nos une
a todos, en la práctica puede llegar a separarnos aún más.
¿Estamos acaso más protegidos contra el segundo
desafío: los horrores de la guerra?
De nuevo algunas estadísticas así lo indicarían.
Hay menos conflictos entre Estados de los que había antes, y han terminado
muchas guerras civiles.
También a este respecto me siento orgulloso del
papel desempeñado por las Naciones Unidas. Y estoy orgulloso de lo que mis
conciudadanos africanos han logrado al poner fin a muchos de los conflictos
que desfiguraban nuestro continente.
Pero tampoco aquí debemos hacernos ilusiones.
En demasiadas partes del mundo, especialmente del
mundo en desarrollo, la gente aún sigue expuesta a conflictos brutales que se
libran con armas pequeñas pero mortales.
Y hay gente en todo el mundo que se ve
amenazada, aunque algunos sean más conscientes de ello que otros, por la
propagación de armas de destrucción en masa. Es vergonzoso que en el Documento
Final de la Cumbre Mundial del año pasado no haya una sola mención a la no
proliferación y el desarme, básicamente porque los Estados no pudieron llegar
a un acuerdo sobre cuál de ambos aspectos debería tener prioridad. Ya es hora
de acabar con esta controversia y afrontar ambas tareas con la urgencia que
requieren.
Además, igual que algunos de los que se
benefician de la globalización pueden sentirse amenazados por ella, muchos de
los que estadísticamente están más protegidos de los conflictos no se sienten
seguros.
De eso tenemos que agradecer al terrorismo, que
mata o mutila a relativamente poca gente, si se compara con otras formas de
violencia. Pero propaga el miedo y la inseguridad entre muchos, lo que a su
vez lleva a las personas a agruparse con quienes comparten sus creencias o su
forma de vida, y rehuir a los que parecen “extranjeros”.
Así pues, al mismo tiempo que la migración
internacional ha convertido en conciudadanos a millones de personas de credos
y culturas diferentes, las ideas falsas y los estereotipos subyacentes a la
noción de un “enfrentamiento entre civilizaciones” están más generalizados; y
las personas, que parecen ansiosas por fomentar una nueva guerra de
religiones, esta vez a escala mundial, aprovechan la falta de sensibilidad
—intencionada o no— hacia las creencias o los símbolos sagrados de otras
personas.
Además, este clima de miedo y sospecha se ve
constantemente reavivado por la violencia en el Oriente Medio.
Tal vez nos gustaría pensar que el conflicto
árabe-israelí es sólo un conflicto regional más, pero no es así. Ningún otro
conflicto tiene una carga simbólica y emocional tan fuerte entre personas que
se encuentran lejos del campo de batalla.
Mientras los palestinos vivan bajo la ocupación,
expuestos diariamente a la frustración y la humillación; y mientras mueran
israelíes como consecuencia de bombas que explotan en autobuses o en salas de
baile, los ánimos seguirán enardecidos en todas partes.
Por un lado, los partidarios de Israel consideran
que se les juzga con dureza, con arreglo a criterios que no se aplican a sus
enemigos, y con frecuencia es cierto, en particular en algunos órganos de las
Naciones Unidas.
Por otro, la gente se indigna por el uso
desproporcionado de la fuerza que se hace contra los palestinos y por la
continua ocupación y confiscación de tierra árabe por parte de Israel.
Mientras el Consejo de Seguridad no sea capaz de
poner fin a este conflicto, y a los casi 40 años de ocupación, logrando que
ambas partes acepten y apliquen sus resoluciones, seguirá perdiéndose el
respeto por las Naciones Unidas. También seguirá cuestionándose nuestra
imparcialidad. Seguirá oponiéndose resistencia a nuestras mejores intenciones
por resolver otros conflictos; incluidos los del Iraq y el Afganistán, cuyos
pueblos necesitan nuestra ayuda tan desesperadamente, y tienen derecho a
recibirla. Y nuestro dedicado y valeroso personal, en lugar de estar protegido
por la bandera azul, se verá expuesto a la ira y la violencia provocadas por
políticas que ni controla ni apoya.
Pero, ¿qué ocurre con el tercer gran desafío al
que se enfrenta la humanidad –el imperio de la ley y nuestros derechos y
nuestra dignidad como seres humanos? También en este ámbito ha habido un
progreso notable.
Se han consagrado más derechos en tratados
internacionales; y esta Asamblea está a punto de codificar los derechos de un
grupo que lo necesita especialmente: las personas con minusvalías y
discapacidad.
Hoy día más gobiernos son elegidos por aquellos a
quienes gobiernan, a quienes rinden cuentas.
La humanidad ha logrado llevar ante la justicia a
algunos de los que cometieron los crímenes más atroces contra ella.
Y esta Asamblea, que se reunió hace un año al más
alto nivel, proclama solemnemente la responsabilidad, en primer lugar de cada
Estado, pero en última instancia de la comunidad internacional, por mediación
de las Naciones Unidas, de “proteger a las poblaciones del genocidio, los
crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad”.
No obstante. No obstante.
Todos los días nos llegan informes de nuevas
leyes que se vulneran, de nuevos crímenes brutales a los que se ven sometidas
las personas y los grupos minoritarios.
Incluso la necesaria y legítima lucha que se ha
emprendido en todo el mundo contra el terrorismo se utiliza como pretexto para
incumplir o derogar derechos humanos fundamentales, cediendo así terreno moral
a los terroristas y ayudándoles a ganar adeptos.
Tristemente, una vez más, el mayor desafío
procede de África, de Darfur, donde el espectáculo continuo de los hombres,
mujeres y niños obligados a huir de sus hogares por miedo a los asesinatos,
las violaciones y la quema de sus pueblos deja en ridículo nuestra exigencia,
como comunidad internacional, de proteger a las personas de los peores abusos.
En resumen, Señora Presidenta, los
acontecimientos de los últimos 10 años no han resuelto, sino que han agudizado
los tres grandes problemas que mencioné anteriormente: la economía mundial
injusta, el desorden mundial y la generalización del desprecio por los
derechos humanos y el imperio de la ley. Como resultado de ello, nos
encontramos ante un mundo cuyas divisiones amenazan la propia noción de
comunidad internacional, sobre la que se fundamenta esta institución.
Y, sin embargo, esto ocurre precisamente cuando
los seres humanos de todo el mundo, hoy más que nunca, forman una única
sociedad. Muchos de los problemas a los que nos enfrentamos son globales y
exigen respuestas globales en las que todos los pueblos deben desempeñar su
papel.
Digo deliberadamente “todos los pueblos”,
haciéndome eco del preámbulo de nuestra Carta, y no “todos los Estados”. Tenía
claro hace 10 años, y aún más ahora, que las relaciones internacionales no son
una cuestión únicamente de los Estados. Se trata de relaciones entre los
pueblos, en las que los denominados “interlocutores no estatales” desempeñan
un papel fundamental y pueden realizar una contribución vital. Todos deben
desempeñar su papel en un verdadero orden mundial multilateral, en torno a
unas Naciones Unidas renovadas y dinámicas.
En efecto, sigo estando convencido de que la
única respuesta a esta división del mundo deben ser unas Naciones Unidas
verdaderas. El cambio climático, el VIH/SIDA, el comercio justo, la
migración, los derechos humanos —todas estas cuestiones, y otras muchas, nos
llevan una y otra vez a ese punto. Es indispensable que cada uno de nosotros
haga frente a esas cuestiones en su pueblo, en su vecindario, en su país. Sin
embargo, cada una de esas cuestiones ha adquirido una dimensión global que
sólo se puede abarcar con medidas de ámbito global, convenidas y coordinadas
por conducto de ésta, la más universal de las instituciones.
Lo que importa es que los fuertes, al igual que
los débiles, convengan en quedar obligados por las mismas normas, en tratarse
unos a otros con el mismo respeto.
Lo que importa es que todos los pueblos acepten
la necesidad de escuchar, de transigir, de tener en cuenta las opiniones de
unos y otros.
Lo que importa es que se reúnan, no con objetivos
encontrados, sino con un objetivo común: la configuración de su destino común.
Y eso sólo puede suceder si los pueblos están
unidos por algo más que simplemente un mercado global, o incluso un conjunto
de normas mundiales.
Cada uno de nosotros debe sentir el dolor de
todos los que sufren, y compartir la alegría de todos los que tienen
esperanza, donde quiera que se encuentren.
Cada uno de nosotros debe ganarse la confianza de
sus conciudadanos, de cualquier raza, color o credo, y aprender a su vez a
confiar en ellos.
En esto creyeron los fundadores de esta
Organización; en esto creo yo; y en esto quiere creer la inmensa mayoría de la
humanidad.
Y esto es lo que ha impulsado las reformas y las
nuevas ideas de las Naciones Unidas a lo largo de este último decenio de
intensísimo trabajo. Del mantenimiento de la paz a la consolidación de la paz,
de los derechos humanos al desarrollo y al socorro humanitario, he tenido la
fortuna de estar al frente de la Secretaría y de su maravilloso y dedicado
personal, en un momento en que ustedes tenían para la Organización ambiciones
que a veces parecían ilimitadas, aunque sus arcas no lo fueran.
En estas últimas semanas especialmente, viajando
por el Oriente Medio, he visto de nuevo la legitimidad y el alcance de las
Naciones Unidas. Su papel indispensable para garantizar la paz en el Líbano
nos ha recordado a todos la potencia que puede llegar a tener esta
Organización cuando todos quieren que su labor tenga éxito.
Señora Presidenta, Excelencias, queridos amigos:
Esta es la última vez que tendré el honor de
presentar mi memoria anual a esta Asamblea. Permítanme concluir
agradeciéndoles a todos que me hayan permitido desempeñar el cargo de
Secretario General durante este importante decenio.
Juntos hemos empujado hasta la cima de la montaña
algunas rocas de gran tamaño, aunque no hayamos podido con otras que han
vuelto a rodar hacia atrás. Con todo, no existe mejor lugar que esta montaña,
con sus vientos tonificantes, desde donde se divisa el mundo entero.
Ha sido una labor difícil y llena de desafíos,
pero al mismo tiempo muy gratificante. Y aunque es mi deseo descargar de mis
hombros esas rocas tenaces en la próxima etapa de mi vida, sé que echaré de
menos la montaña. Sí, echaré de menos lo que es, al fin y al cabo, el trabajo
que más ennoblece. Cedo a otros mi lugar con un obstinado sentimiento de
esperanza en nuestro futuro común.
Muchas gracias
Kofi Annan